Cierro los ojos y recuerdo un cuento de Navidad que me explicaron hace
unos años. Hablaba de separación, de dolor y despedidas, pero estaba lleno de
ternura, y su desenlace era tan bello, que ya nunca lo he podido olvidar.
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Se
trataba de una joven pareja, ella de clase acomodada, el de origen más humilde,
que consiguieron vencer todos los obstáculos para casarse y formar su propia
familia. Tuvieron tres hijas. Estuvieron juntos casi veinticinco años, en los
cuales nunca faltaron los gestos de amor por parte de ambos, que les hicieron
superar todas las pruebas que se les presentaron que fueron muchas, creando su
propio mundo, encarando las dificultades con una sonrisa, y aceptando los
obstáculos que se les presentaban como la mejor ocasión para demostrarse el uno
al otro la fuerza de sus sentimientos.
A
ella le apasionaban las flores, y el nunca olvidaba ese detalle y cada semana aparecía
con un ramo: rosas, azucenas, margaritas, nardos, claveles, orquídeas… Daba
igual el tipo de flor. Era solo un vínculo más entre dos seres que aun de las
circunstancias, seguían enamorados.
Pero
en las estrellas quizás ya está escrito el destino de las personas sutilmente,
y en letra pequeña el prólogo y el desenlace de sus vidas. Y aunque el cerebro
y el corazón se conformen sencillamente en sobrevivir llega la muerte soberana,
y lo rompe y desordena todo para siempre.
Así
fue en aquel hogar una madrugada del mes de Julio, en la cual a él le falló el
corazón y falleció en los brazos de su esposa, ante las miradas desoladas de
las dos hijas mayores.
Pasaron
los meses y llegaron a aquella casa, en la que todavía se vivía un duelo, las temidas fechas navideñas.
Desde
la marcha de su esposo, ella no había vuelto a comprar flores si no era para
llevarlas al cementerio, y pensó que siendo días de celebraciones era
preferible evitarles a sus hijas tal visita, por lo que decidió que volverían a
tener un ramo de flores frescas en casa, y que lo pondría junto a una pequeña
imagen del Niño Jesús, y al lado de una fotografía de su marido en la cual se
le veía joven, vital y sonriente.
Y
así lo hizo. Compró en la fría mañana del día 24 de Diciembre unos jazmines,
unas cuantas gardenias, tulipanes, margaritas y alcatraces. La florista le
comentó que dadas las bajas temperaturas era probable que las flores elegidas
tuvieran corta vida y no dieran perfume alguno, pero eso a ella poco le
importaba. De hecho manipuló los tallos y las hojas de las flores con tal
delicadeza, como si realmente las estuviera acariciando y al tiempo
infundiéndoles confianza y cobijo. El resultado no fue el esperado por mucho
empeño que ella puso en la composición del ramo; quizás la florista había
tenido razón…
Esa
noche la hija pequeña estaba dibujando en el comedor, y su madre en la cocina.
Las dos mayores ya se habían acostado. En el pequeño piso no se oían voces ni
bullicio, tan solo el sonido del televisor encendido, aunque con el volumen
bajo.
Casi
las doce, y la niña con la nariz pegada al cristal de la ventana, mirando hacia
otras casas, puntos de luz y alegría en contraste con la suya hoy tan sumergida
en la tristeza.
De
pronto la pequeña percibió un intenso olor, una mezcla extraña pero agradable,
como si a alguien se le hubieran roto a la vez frascos de diferentes perfumes
de aromas suaves y cítricos, como si se levantara una brisa que meciera las
ramas de árboles frutales, y jugara con sus hojas. Se dio la vuelta, y se quedó
asombrada mirando hacia el ramo que su madre había realizado aquella tarde: las
gardenias, los jazmines, todos parecían
haberse multiplicado, los alcatraces erguidos, las margaritas con sus tallos
rectos, un abanico de pétalos de diferentes colores, y aquel olor intenso y
relajante a la vez, que iba en aumento.
Fue
tanto el desconcierto que sintió la niña al ver las flores tan extendidas,
espléndidamente bellas, cuando a lo largo del día habían permanecido casi
mustias, que corrió a buscar a su madre. Cuando esta llegó al comedor,
sonriente cogió de la mano a su pequeña, se sentaron frente al mueble, y se
quedaron durante un espacio de tiempo (nunca supieron cuánto) contemplando ese
trozo de primavera que reposaba al lado de la foto del amado ausente. Y ella le
dijo muy bajito al oído a su hija: “No te asustes, cariño, es papá. Hoy no ha
querido dejarnos solas”.
Y
así transcurrió en aquella casa esa primera Nochebuena tan especial.
Al
día siguiente, el ramo había recobrado su estado natural, y parecía incluso más
escaso, como si una parte de las flores hubiera desaparecido. Se percibía
cierto perfume por la casa, aunque ya no tan intenso, y contar a las hijas
mayores el suceso de la noche anterior fue un poco complicado, sobre todo por
las explicaciones que intentaba darles su hermana pequeña.
En
los años venideros en los cuales por Navidades compraron flores mientras la
madre vivió, que no fueron muchos, nunca éstas volvieron a mostrar su esplendor
ni ofrecer aroma alguno, como ocurrió esa noche. Nunca más.
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¡Es
curioso!, el cuento siempre lo he recordado, es cierto, pero los nombres de sus
protagonistas no, se me han borrado de la memoria.
Bien, ¿qué más da?, un cuento siempre será eso
y se pueden aplicar los nombres que se quieran a sus personajes. Incluso, ¿por
qué ha de ser un cuento de Navidad?