DE ADIOSES Y OLVIDOS NOS HEMOS
HECHO VIEJOS
Esta noche, en sueños, me visitó mi
padre.
Mágicamente, el no había envejecido, seguía
teniendo 47 años, como cuando nos despedimos aquella tarde calurosa de siesta a
finales de Junio del 72.
Se sentó enfrente de mí, con su postura
habitual, los ojos brillantes y clavados en los míos, las cejas arqueadas, sus
manos, siempre tan fuertes y hermosas, cruzadas, una encima de la otra, las
uñas limpias y su alianza de casado.
Con el rictus serio, pero destilando bondad
por todos los poros de su piel. Y elegante. Muy elegante, como mi madre quería
que fuera: su pantalón y su camisa, ambos de color negro, impecablemente
planchados, su cinturón de piel, sus zapatos recién lustrados.
Quise acariciarle el rizado cabello todavía
oscuro, como le solía hacer cuando era pequeña, pero con un gesto brusco me lo
impidió, marcando una distancia entre ambos, y sin poder escuchar ni por un
momento de nuevo su voz, me invitó con su mirada inquieta, penetrante, a que
fuera yo la que le hablase, y temblando, le hablé:
El mundo ahora no es como me lo
dibujaste: libre, abierto, sensible, coherente, humano…
El muro de Berlín ya no existe (gran
visionario, me lo decías) y las ciudades tienen continentes en lugar de
personas, y las personas silencios en lugar de palabras.
Tu querido mar continúa siendo el más
bello de los cuadros, pero a menudo queremos ensuciarlo, y las olimpiadas del
hombre y sus sueños aterrizaron en Barcelona, justo cuando tu amada compañera
quiso decir adiós.
El poder político más poderoso del
planeta tiene el color negro en su rostro, y tenemos la luna más cerca, las
montañas más a nuestro lado, las enfermedades más amigas, y la prisa en las
venas, con todos los relojes haciendo un Arco Iris.
Y tu siempre lejos, el más valiente de
los caballeros, que quiso borrar todas las fronteras, enseñar al poderoso,
aprender del más humilde, que pidió perdón por equivocarse y dar sin pedir, que
como un príncipe salido de un cuento imaginó las sorpresas del futuro, cuando
aun era oscuro el mañana, y era vacío y sabia amargo.
Y pensabas “La carne viva hace olvidar
la carne muerta”.
Pero se
han dormido muchas lunas y treinta y nueve julios vestidos de duelo, y cada
vez, añorado hilo de oro, en cada ocasión en que caminan los tiempos y crece
todo a su alrededor vuelves a nacer, lleno de tus ideales, de las esperanzas
que después todos los poetas quieren bordar en sus hojas de pergamino, con tu
cuerpo al lado del cuerpo de la mujer de ojos de esmeralda y vientre de hijos,
que luego hemos quedado diseminados y perdidos.
Y más
allá del recuerdo que los vientos puedan borrar, y silenciar tantas ausencias
(porque quedaron enterrados los doce años de aquella muñeca de trapo esperando
que llegara un septiembre) debajo del limonero del jardín de la casa perdida,
allí estáis los dos enamorados, bella pareja de cómplices, amos de un mundo
irreal, reposando, respirando toda la historia que ha nacido de la historia, de
las piedras que otros han pisado, escuchando como marchan las horas, como
regresan…
Y nada
puede morir de lo que tu hablabas que yo entonces no entendía y ahora sé, ya
que todo comienza con cada tormenta, donde quieres enseñarme a jugar con las
plumas de plata que hacen los rayos, traviesos, queridos desde la infancia, tu
y yo sentados en las sillas de madera y comiendo caramelos.
El mundo
no es ahora como tú me decías, pero volvería a vender mi espíritu porque las
cuatro estaciones me trajeran, como una prueba de vida, todos tus suspiros
hechos palabras en un beso pero desde tus labios con color. Y poder acariciar
una vez más, solo una vez, tu piel, tan limpia, tan blanca, tan suave, y
decirte flojito, cerca del oído, todo tú nombre entero, abarcándote:
¡PAPÁ!
Cuando terminé
de hablar, mi padre levantándose de su silla se acercó hacia mí sonriente,
acarició mis mejillas, y con su dedo índice perfiló delicadamente la línea de
mis labios, que aun temblaban… y entonces me desperté.
Pero esta
noche, en sueños, sé que me visitó mi padre.
Mayo,
2011
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